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25 Oct

De hablar pausado, casi cansino, refranero y gustoso por el acervo popular. Muy tradicionalista y familiar, más bien bajo de estatura, de tez morena clara, contextura gruesa y cara redonda como dirían por esos lares. Así, sí, así es el llanero, o en todo caso es la generalización que a mis 38 años, y como buen hijo de madre nacida en una de sus localidades, les he dado por perfilar a lo largo de mi existencia.

Con inteligencia reposada van llevando su vida, incluso de mejor manera que el ciudadano ordinario, ya que no la ostentan ni la presumen a pesar de su aspecto común, tal como la del resto de las personas. En su andar taciturno y siempre con sonrisa cortés, los observo trabajar desde el solar de la casa de mi madre en la calle Catorce, que así también se llama la casa, «La Catorce», en donde siempre están dispuestos, muy reservados y más educados aún.

En su amplia sabiduría se han dado cuenta que es mejor sacrificar lo que para algunos de nosotros significa «modernidad y confort», el mal llamado progreso, a cambio de la paz, la tranquilidad y la simpleza fundamental de la vida sosegada. Diría yo parafraseándoles, que el llanero prefiere la «verdadera» calidad de vida, el valor y la importancia del momento, así como la familia, en detrimento de aquellas otras cosas que considera más mundanas.

Es al internalizar ese modo de vida tan propio de ellos, que se puede comprender el por qué del estado y las condiciones actuales de la mayoría de los poblados en los llanos venezolanos. Muchos dirán que es la falta histórica de mantenimiento y de inversión por parte de las alcaldías, gobernaciones y del propio gobierno central hacia las regiones de la provincia (que también es cierto), pero resulta que al llanero le es en parte suficiente «esa situación real de su ambiente», ya que según su visión, el mismo se adapta a su vida simple y tradicional, una en la cual poco necesita para ser feliz y armonioso.

Siendo así, una perogrullada y una verdad histórica tan palpable e inocultable, no es de extrañar que sus calles se vean bordeadas de casas coloniales, muchas de ellas con paredes de bloques antiquísimos, con solares centenarios casi por derrumbarse, de fachadas con pinturas derruidas y techos que son una oda mágica al equilibrio. Sitios que uno no entiende siquiera como, y de milagro, no se han caído.

Esa es la semblanza general que puedes conseguir todavía hoy en Calabozo, «Ciudad de todos los Santos», ese poblado que a pesar de haber sido capital de su estado por un buen tiempo, llamado Guárico, para más señas, el del gran embalse para el regadío de las plantaciones de arroz (construido por Marcos Pérez Jiménez como aliciente para el desarrollo y el fortalecimiento agrícola de la zona central del país), todavía se mantiene impávido y hasta protector de su aspecto secular.

Calabozo se ha convertido más bien en una especie de asilo en el tiempo, debatiéndose siempre entre si debe seguir con sus modos, costumbres y estilos, los que ni siquiera a veces parecen ser del siglo pasado, sino más bien del siglo XIX, o si termina de insertarse y amoldarse al modo de vida del todavía recién llegado siglo XXI.

Mientras continúan con ese debate histórico, yo me nutro de sus buenas maneras, de sus personalidades afables, de su don de dar a pesar de que no tengan mucho que ofrecer. Sin duda, prefiero sentarme a aprender cada día un poquito más de ellos como gentilicio.

Externa e internamente les agradezco por su hospitalidad y por permitirme ser parte, así sea por unos días, de ese remanso de paz y tranquilidad en que han convertido sus casas, sus espacios públicos y su ciudad.

Les destaco el que me hayan honrado al invitarme un plato de comida en donde algunas de las legumbres son de sus propios huertos, donde el jugo de limón o el de mango proviene de sus propios árboles, en donde sus dulces de ciruela, de icacos, mango o incluso de higos, proviene también de sus frutales.

Conversamos por largos momentos y les hago entender lo costoso y casi imposible de disfrutar de ese tipo de alimentos en países remotos, en donde la comida orgánica y sin conservantes, o bactericidas, vale una fortuna y es sólo de acceso para muy pocos.

A veces no me entienden, se preguntan como puede ser tan difícil y costoso algo que ellos han visto nacer y crecer del suelo, y que obtienen con solo extender sus manos. Me percato de eso y les hago ver que esa es una de las diferencias, ya centenarias, que se marca entre ellos allá en esa acera, y nosotros los de acá, en esta otra. Cavilo por un segundo y me pregunto en cual de las aceras quiero estar.

En eso se interrumpe la sobremesa, una llamada a mi teléfono móvil me recuerda que yo sigo siendo todavía de los de ese otro lado de la acera. La misma me hace ver que la tecnología también es necesaria, sobre todo cuando te acerca a los seres queridos, o cuando te hace el trasegar de esta vida más fácil y llevadera.

Al otro lado de la bocina, la voz de una bella mujer que en su origen es muy parecida a mí. Mujer caraqueña por nacimiento, pero mitad barinesa y llanera por parte de madre.

Termina la llamada y como dicen en el llano, «entro en cuenta» de que tal vez ese es el parecido o la complementariedad que más nos une en estos momentos, no sólo con el llano sino a la persona de la llamada feliz, a esa pareja con la que por fin he conseguido un buen amor, un sentimiento maduro que encuentras cuando te sientes y eres un ser completo.

De inmediato llegan las musas y sin avisar me hacen ver la interrelación del Sawabona del Sur de África, con la humildad, el respeto y la sencillez del llanero. Mi gentilicio se amolda perfectamente a ese concepto de vida surgido allende los mares.

Calabozo, mi familia, un Shikoba, Thais Cecilia, Barinas, Maturín, Sawabona, la diplomacia, el respeto, el amor, la armonía, ser colegas, los saberes internacionales de los pueblos, la admiración mutua, la elegancia, el gusto por el baile y la música.

Sin duda alguna creo que en ese momento, Dios estaba y sigue conspirando para que resulte, por lo que impulsado por todo lo dicho durante el transcurso de esta publicación, como buen descendiente de mujer de estos lares, con calma, pausa y humildad, ya con la idea en mente, decidí emprender camino para esos otros llanos, pero ahora unos más orientales, y todo sin importar las horas que durara la travesía.

Cierto es que más importantes son las metas, pero más aún los son aquellas personas que la providencia te pone en el camino, esos seres especiales que realmente te hacen trascender.

Ya hecho aquel recorrido del destino, varios días después, y teniendo por testigo y locación una «Tierra de Nadie», le agradecía primero al todopoderoso, luego a mis abuelos, tanto a los dos del llano como al larense, así como a aquellas musas que me visitaron en Calabozo y, por su conducto, a esa ciudad misma, por haberme permitido vivir y disfrutar la experiencia.

Dias de lindo recuerdos, los que se conectan con los de la linda caraqueña de toda la vida, ese ser que de existir las vidas pasadas debió en algún momento estar en alguno de esos destinos, esa muchacha con la cual estaba escrito debía reencontrarme en mi ciudad natal, esa Caracas, la otrora de los techos rojos, la que alberga a mi recordada Alma Mater, lugar preciso en donde todo se volvió a concretar.

 

 

UN LLANERO EN CALABOZO, LA CIUDAD DE TODOS LOS SANTOS.

 
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Publicado por en 25 octubre, 2012 en Crónicas, Ensayos, Esdletras, Historia

 

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