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Archivos Mensuales: septiembre 2012

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Tiene el aspecto de la almendra, por el color y la forma de su semilla. Su olor también es muy parecido e inclusive asemeja al de la vainilla, pero en comparación con estas (la vainilla y la almendra), su aroma es más intenso, más dulce, más agradable, más penetrante, cual perfume de mujer elegante, como debe ser el olor de la grandeza.

La sarrapia tiene el bouquet para los momentos de pureza, así como el dejo olfativo característico que dejan aquellos instantes de majestad y alegría, de esos que sólo se pueden comparar con un gran amor. Un amor como el de la historia que apenas al entrar a esta turística y plácida hacienda, de nombre original, sólo me pueden hacer evocar lo imponente, la belleza, el garbo, lo impecable, tierno y dulce de  Thaís Cecilia.

Ella y la Sarrapia, la Sarrapia y Thaís. Ambas tienen características que las conectan, elementos que las unen y las identifican, porque ambas son excelente compañía y muy apetecidas en momentos tan importantes como el de la gastronomía. Y así como no pueden faltar cuando vas a disfrutar de los instantes que te regala la alta cocina de la actualidad, tampoco puedes prescindir del atrapante perfume que despiden.

Las dos son semillas, materia prima fundamental de exportación. Exquisito ingrediente principal para la industria de las fragancias, de la perfumería global, plantas que además de darle nombre al hermoso lugar que visité, también representan recuerdos invaluables e inolvidables de un lugar que significó mucho para mí y fue morada de grandes vivencias, así como de un intenso amor que por corto tiempo reflejó a ese otro yo literario que estaba dormido y aletargado .

Ya con esa introducción, debo reconocer que indudablemente la Hacienda Sarrapial es el icono conector o la carta de presentación que me acerca o recuerda lo más bello del gentilicio de los llanos orientales monaguenses. Y es que estos Sarrapiales, enclavados muy cerca del casco central de Maturín, no sólo conforman un sitio turístico más a ser visitado, es también un oasis ambiental que invita a la recreación.

Parque temático y remanso para el descanso y la reflexión, pero que por sobre todo es un muy importante legado de nuestros orígenes como país, de nuestra historia colonial nacional, así como un ejemplo del potencial comercial y de progreso que siempre hemos tenido los venezolanos.

Nada más al entrar a esa boscosa zona donde está situada la Hacienda, se van a encontrar con una imponente casona que inmediatamente les ubica en la Venezuela Agrícola de mediados del Siglo XIX, esa que aunque ahora no cuenta con aquellas 530 hectáreas que tenía en sus años de esplendor, no es difícil imaginarla en toda su dimensión y capacidad.

Enfoco mi ejercicio imaginativo en la agilidad y exigencia de Doña Leovegilda Rebollo de Salazar (esposa del dueño de la Hacienda), quien en este particular relato de la historia tiene el rostro, la figura, belleza, astucia, inteligencia y don de mando de Thais Cecilia, a quien veo en el proceso de inspección de las zafras, aquellas tan productivas que daban las 614 plantas de sarrapia con las que llegaron a contar en sus amplias instalaciones coloniales.

Me la imagino minuciosa, intachable e impecable, perfectible por demás, como la propia esencia que siempre emana TC.

Me imagino también a los 1500 empleados de la hacienda, rigurosamente censados y organizados en cuadrillas, siempre según las capacidades de cada uno para atender a las otras diversas áreas de producción que llegó a tener esta connotada plantación, una de las más productivas e importantes no sólo del oriente del país, sino de la Historia de nuestra Venezuela Colonial.

En eso andaba, en imaginarme el comienzo de una faena de trabajo en ese enorme emporio que ha debido ser Sarrapiales, cuando un niño de uno de esos tantos planes vacacionales que regularmente visitan esta típica casona, se me acercó y halándome del pantalón, me pidió que le mostrara la tableta electrónica con la que yo me encontraba tomando fotos y redactaba los primeros párrafos de esta nota.

Yo estaba distraído tomando fotos y buscando información en internet, ya que en la información que suministraban los guías se indicaba que la casona principal estaba construida por sus dueños, como modelo o réplica de la Casa del Libertador Simón Bolívar en Santa Marta, Colombia.

Mientras le prestaba la tableta a los niños para que tomaran fotos y jugaran, me senté en uno de sus grandes y cuidados jardines, y por un momento me fui de la realidad hasta adentrarme en esas imágenes en las que Don Epaminondas Salazar, terrateniente y gran potentado de la hacienda, pasaba lista con asiduidad a sus cuadrillas de peones.

No duró mucho ese viaje en el tiempo, y pasé de esos instantes en 1830, en los albores de nuestra independencia, de los primeros pasos hacia nuestra soberanía nacional, a centrarme de nuevo en las inquietudes y requerimientos del niño, ese que quería ver las fotos. El muchacho tenía una gran curiosidad y quería observar de cerca aquello que redactaba, lo que hacía, además de jugar con mi herramienta de trabajo.

Y cómo hacía un calor extremo, pensando también que todavía faltaban algunas horas para ir al encuentro de Thais Cecilia, para aquel que sería nuestro primer almuerzo juntos en tierras monaguenses, y muy en sintonía con lo que ha debido ser el día a día de la rutina mercantilista de este lugar, le propuse al niño, Luis Eduardo llevaba por nombre, un intercambio o trueque que consideraba justo.

Yo le prestaba y le permitía jugar con mi tableta, si a cambio me daba un vaso de papelón con limón, o en su defecto otro de refresco, de esos que tenían dispuestos en varias jarras a la sombra de un gran morichal, y que estaban destinados para refrescar a los niños luego de los interminables juegos que les hacían en el plan vacacional.

Hecho el trato, al cual tuve que recurrir motivado a que no hay sitios de expendio de comidas para los turistas que visitan el lugar, ya sin tanto calor y habiendo mitigado la sed, me senté en la grama a pensar en las Cuadrillas de Sarrapia, esas que seguramente se encargaron por años de extraer la preciada semilla para la elaboración de los perfumes, cosméticos, remedios farmacéuticos y otros productos de igual importancia.

Acto seguido me imaginé las Cuadrillas de Aserradero, ya que hay muchos árboles de gran envergadura a lo largo de todo el complejo, los cuales han debido haber sido talados por siglos con ese fin. Me los imaginé encargándose de la elaboración de mesas, sillas, puertas y urnas con las que proveían, no sólo a las casas de la Hacienda, sino a otros hacendados y compradores en general.

Quien pudiese ver trabajar hoy a las Cuadrillas de Caña, de las que han debido ser de las más altamente calificadas, ya que se encargaban de producir el muy afamado ron “Las Piñas”, ese que siempre fue añejado en las barricas de la Hacienda, el cual casi no pudo disfrutarse por muchos años en territorio nacional, ya que era exportado a diferentes lugares de Europa.

Ya a esa altura de mi visita tenía suficientes fotos y elementos para redactar esta publicación, y además se acercaba la hora de ir a comer, cuando ese automático sincronismo que hay entre los enamorados se hizo presente al sonar la canción de repique de mi celular, esa que tengo sólo dispuesta para las llamadas de Thais Cecilia.

Del otro lado del auricular ella me hablaba con su hermosa voz de contraalto, esa con la que me recordaba que en medía hora se desocupaba para vernos. Era tanta mi hambre, mitigada sólo por el amor a una dama y al paisaje contemplado, que mientras ella hablaba, yo me la imaginaba como parte de las Cuadrillas del Trapiche de la Hacienda.

En ese sitio Thais Cecilia aparecía otra vez como protagonista principal, pero esta vez de la producción de la melaza, la que luego cocinarían en grandes pailas para la obtención de las deliciosas y más famosas panelas de papelón.

De igual manera vislumbré a aquella flaca tremenda siendo parte de las Cuadrillas de Apicultura, imagen en la que me pareció chistoso pensarla laborando como parte del pequeño «Apiario del Sarrapial», ese en el cual la proyectaba haciendo la excelente miel, también embadurnada en ella, debo decirlo, y que por muchos años, gracias a la Hacienda, se comercializó en el oriente del país y en toda Venezuela.

Como en cascada se vinieron el resto de las imágenes, tal vez por el deseo de que pasase el tiempo rápido y así poder acudir a mi cita. Aparecieron de repente las Cuadrillas del Tabaco, ese producto que imagino que a pesar de ser producido en grandes cantidades, más bien era usado como sistema monetario dentro de la Hacienda.

Tenía mucho sentido que lo usaran como una especie de sistema de pago para los empleados, porque así les podían intercambiar o vender el tabaco en los pasillos, a un costo que siendo bajo (de dos bolívares por paca), igual les generaba ganancias. Como secuencia inmediata se me vino la imagen de las Cuadrilla de Fabricación de Tejas y Ladrillos, en donde se elaboraba un producto tan necesario en la construcción y ampliación de la Hacienda.

Tan productiva y rentable era la Hacienda Sarrapiales, que de las tejas y los ladrillos se vendían sus excedentes a otros particulares y hacendados aledaños.

Aunque en el ahora museo en que se había convertido esta hacienda, antiguamente majestuosa, no hubiese el terreno suficiente para hacer reproducciones a escalas de su sistema de cuadrillas, igual quise hacer el ejercicio mental de imaginarme como habría sido la el trasegar diario y la administración de las dos últimas cuadrillas que constituían a Sarrapiales.

Me refiero a las Cuadrillas de los Cereales, las cuales estaban íntegramente compuestas por mujeres y niños, quienes recolectaban y clasificaban los granos de maíz, las caraotas y el fréjol, entre otros granos, así como las Cuadrillas de Saques, esas que imaginé a las que ningún empleado quería ser enviado, por lo engorroso por lo forzado de su trabajo, ya que allí se recolectaba de los saques, la arena, la granza y las piedras picadas, así como otros materiales utilizados para  la construcción y la ampliación de la Hacienda.

Estaba imaginándome a los peones cargando los inmensos sacos con material para construir por un lado, y de sarrapia por el otro, cuando Luis Eduardo me despertó de mi sueño en la grama.

Ya su campamento vacacional estaba por irse y venía a entregarme la tableta. Vi la hora y me di cuenta que faltaba muy poco para ver a mi amada Thais Cecilia, por lo que le agradecí en volandas y corriendo al carro sólo tuve oportunidad de apuntar en la tableta que debía finalizar mi escrito con algún poema, algún párrafo poético sobre la Sarrapia que me quedó grabado en el alma, y que se amolda perfectamente, no solo a este ensayo sobre la hacienda, sino a la bella flaca en que se inspiró todo lo escrito.

“Más rica y más hermosa no pudiera,
forjarte el vuelo de la fantasía:
Orinoco te rinde pleitesía,
Y aroma el sarrapial tu cabellera.»
(Matías Carrasco).

LA SARRAPIA Y EL AROMA DE THAÍS CECILIA.

 
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Publicado por en 25 septiembre, 2012 en Crónicas, Esdletras, Gastronomía, Historia

 

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MALECUM SALAM DON RAÚL (Segunda Parte – Venezuela).

Apenas al bajarse del barco de bandera italiana que llevaba por nombre «Bianca C», Dahud fue testigo del drástico cambio que tendría su vida desde ese 30 de marzo de 1954, fecha de su arribo a puertos venezolanos. Sucedió que mientras su padre se adelantaba diligentemente con las maletas del hijo para organizar y disponer todo lo concerniente al largo viaje por carretera, al recién llegado le acompañaba, más retrasado en su camino al carro, «un paisano amigo de su progenitor», como más adelante recordará mi tío, ese quien le jugó la primera broma de miles que le harían en esta tierra llena de creativos, gente de ingenio y humor a borbotones.

A quien desde ese momento apodarían por un buen tiempo como «el turco», me contó que ese paisano le preguntó en árabe si él sabía como debía saludar y contestar al saludo de una persona en español. Por supuesto que mi tío le respondió que no, algo que es lógico en una persona que a sus cortos 24 años de edad escuchaba por primera vez una palabra en una lengua tan extraña y distante, tanto como los espacios geográficos que separan a Venezuela del mundo árabe. Agregó en su relato Dahud que estaba repitiendo o practicando el «hola coño e` tu madre» que le enseñó su coterráneo, quien además le había indicado que dicha frase la debía decir al momento de saludar a la gente, cuestión que su padre sospechó, ya curtido por la experiencia y el vivir por estas tierras, quien al percatarse de la barbaridad que su hijo iba a cometer, regresó hasta donde se encontraba el recién llegado a quien inquirió: «Mira, ¿Tú sabes lo que te pidió decir ese señor? ¿Sabes lo que estás diciendo? No, le dio por respuesta Dahud, a lo que el padre replicó diciendo: «pues con esas palabras te estarás metiendo con la madre de quien te esté saludando».

Se alegró el rostro del entrevistado al recordar el incidente, quien más adelante soltó una risa y dijo: «Qué cosas tiene la gente, que broma me quiso echar aquel paisano». Atrás habían quedado las convulsionadas anécdotas de su Palestina natal, país que comenzaría una escalada de guerras fratricidas y de violencia sostenida, de las que gracias a Dios mi tío salió justo a tiempo. Atrás también quedaba ese largo recorrido desde el Puerto de Génova, en Italia, hasta el Puerto de La Guaira, en Venezuela. Un tedioso y largo trayecto de 3 días con sus noches que en su mayoría recorrío enfermo debido a una comida en mal estado que consumió, rodeado además como estaba, de puros italianos y sin paisanos que le pudiesen traducir ni siquiera las cosas básicas que hablaban aquellos cristianos.

Gracias al todopoderoso (sea cristiano , musulmán, judío o como Usted prefiera verlo según su cultura), que en ese viaje también se encontraba aquel pasajero de origen griego con quien se comunicaba, en parte por señas, en parte por el poco inglés con que contaba, quien le asistió y ayudó con el suministro de manzanas y vegetales, alimentos con los que se mantuvo el resto de la travesía.

Hay que decir responsablemente que Venezuela no le gustó a mi tío, incluso un poco antes de pisar tierra firme. Tal vez fuese por no llenar las expectativas de país rico y desarrollado que infundadamente nos adjudicaban las autoridades árabes y de otros países en aquella época (esas expectativas que generó la quimera del oro negro o estiércol del demonio, como le dicen no pocos autores). Lo cierto es que se encontró quien por poco tiempo más llamarían Dahud, con un país rural, de favelas empobrecidas, de caminos de tierra y con muchas insuficiencias en materia de infraestructura arquitectónica y de servicios.

Ello a pesar de que su arribo coincidió con el periódo gubernamental que en esos aspectos, al igual que en materia de avances tecnológicos, ha sido considerado como el más exitoso de la historia contemporánea de Venezuela. No les hablo de otro gobierno sino el del General Marcos Pérez Jiménez, a quien la historia luego daría por llamar «El Dictador.» Al hacerle esa salvedad, Don Silmi habló acerca de la vez en que el gobernante tachirense visitó suelo calaboceño con motivo de la inauguración del Embalse del Guárico (comunmente llamado Represa de Calabozo). Dijo haber sido testigo presencial de tal momento, del que también dijo recordar la salva de aplausos recibidos por el entonces mandatario nacional, a quien la gente no sólo agradecía por haber escogido a la ciudad como sede de una obra de ingeniería de tamaña envergadura, sino por el hecho de que a través de ella (y por el posterior incremento en la producción de arroz de la zona) le devolviese a Calabozo la preponderancia histórica que le había arrebatado Juan Vicente Gómez, quien había mudado la Capital de Estado a San Juan de los Morros, sitio en donde vivió una de sus más afamadas parejas.

De esa fecha mi tío también recordó, que a muy pocos metros de su actual vivienda en la calle 13, entre las Carreras 12 y 13, la Villa de Todos los Santos de Calabozo le rindió honores y le hizo una fiesta a Pérez Jiménez, en la antigua tienda del Señor Pedro Barroso, recepción de la cual agregó que también fue testigo de excepción.

Ya para ese entonces, (corría el año 1957), al turco, apelativo de cariño con el cual lo llamaron en un principio en el pueblo, le comenzaban a decir «Don Raúl», nombre del que les comentaré más adelante, ya que antes es necesario que me detenga a explicarle sobre una confusión que es muy frecuente de cometer no sólo en Venezuela, sino en muchas regiones de América Latina. Y es que a muchos de nuestros connacionales les cuesta entender que las personas de origen turco, al igual que los iraníes, no son árabes, son etnicamente turcos (persas en el caso de los originarios de Irán), quienes comparten con los árabes su credo por el Islam, la fé musulmana y rasgos culturales específicos, pero no provienen de la misma rama étnica.

Me preguntarán Ustedes a que viene tal precisión racial, a lo que yo les respondería que lo hago como ejercicio de cultura general, así como para que se den una idea del talante y la tolerancia de este hombre, porque deben saber que para el árabe promedio el hecho de que le llamen turco es un insulto, una ofensa, un desconocimiento a su raza, su cultura y viceversa. Pero ese no fue su caso, por el contrario, tal confusión la entendió mi tío como lo que es, un desentendimiento geográfico y cultural producto de la lejanía del venezolano con esos países, por lo cual se lo tomó siempre de buena gana (me atrevería a decir que hasta con buen humor), como un gesto de cariño, de fraternidad y hasta de confianza.

Pero volvamos al nombre que le quedaría impreso a Dahud como el hierro con que se marca al ganado de un hato, ¿Por qué Don Raúl? Pues por una simple razón «onomatopéyica» más que de semántica o de otra índole. A la pregunta respondió de manera risueña el Don, explicando que cada vez que requerían saber sobre como se llamaba, al pronunciarlo ¡¡¡ Dahud !!!, que en árabe quiere decir David, pues la gente no le entendía, quienes al intentar traducirlo, le buscaban la asociación más fácil de colocarle en español, hasta que un día la hija del dueño de un negocio contiguo al de su padre, lo rebautizó como Raúl, primero porque así le sonaba la derivación de su nombre original, y en segundo lugar porque ese era el nombre que llevaba uno de sus hermanos más queridos.

El turco Raúl o Don Raúl, como quiera que le llamasen, para esos años dividía su tiempo entre la profesión de marchante-comerciante (ese que iba de casa en casa con una maleta o bolso a cuestas, por lo general vendiendo telas, ropas o bisuterías) y aquella otra, más formal por cierto, en la que ayudaba a su padre como dueño de la Joyería «ABC», la cual tenía en pleno centro de la ciudad.

En este momento de la conversación se pone algo nostálgico Don Raúl, ya que recuerda como una de esas tardes en que se encontraba trabajando en el negocio de su padre, se topó por primera vez con la hija de Don Armando Francisco Pérez Hurtado (hermano de mi abuela materna). De aquel encuentro con Rosa Marina Pérez Mota, quedaría aquel turco prendado, sin imaginar siquiera este humilde palestino, nacido apenas a 9 kilómetros de Tierra Santa, que esa muy introvertida y más devota por católica mujer, sería su futura esposa y madre de 5 de sus hijos, esa que el destino le tendría reservada para el resto de su vida.

De ese encuentro surgió un amor verdaderamente ecuménico, de esos que hacen albergar esperanzas acerca de la paz y la tolerancia que podemos observar los seres humanos. De ese haberse conocido resultó un matrimonio del que mi prima Nigma Sobeida Silmi Pérez comentó: «tengo un padre que no siendo cristiano, se hizo pasar como tal, por amor a su familia, pero sobre todo, por amor a la paz. Él es musulmán y siempre lo será. Como Dios es uno sólo, y la religión es una invención, pues tener un padre musulmán y una madre católica, es todo un espectáculo y un orgullo.»

Cabe destacar justo en este preciso momento, que fue motivado a ese enfoque con que mis tíos llevaron su matrimonio, por la armonía y la alegría que le imprimieron al diario de sus cosas, pero por sobre todo, por los valores y principios que nos legaron en cada una de sus acciones, que fue posible la aparición de esta segunda «nota-entrevista», porque quiero que sepan que sólo escribo sobre aquellas cosas que me inspiran, me motivan o me dan una lección ejemplarizante.

Para dar fé o constancia de esos principios, así como de la interrelación perfecta que lograron estas dos personas de países y cultural tan lejanas y disimiles la una de la otra, decidí recoger testimoniales de hijos, familiares y allegados, esto con la finalidad de sustentar y consolidar la visión de pro-hombre que de mi tío les quiero hacer llegar a través de mis letras. Me centré en una de las más conmovedoras, aquella que tiene como localidad de narración a la Isla de Margarita. Todos y cada uno de mis primos que mencionaron la anécdota, recuerdan que luego de un gran día de compras, con la camioneta llena de regalos, ropas, juegos y cuantas otras cosas quisieron o se antojaron ese día, se detuvieron en un local comercial a los fines de preguntar por un repuesto que necesitaban para un televisor, el cual sólo ofrecían en esa tienda.

Nada les podía siquiera hacer imaginar que al salir de ese comercio tuviesen que observar, con una entremezcla de rabia, estupor, tristeza y hasta consternación, como la camioneta había sido vandalizada hasta tal punto de que sólo quedasen los restos del vidrio roto de la ventana por la cual los ladrones entraron y sustrajeron lo comprado durante el día. Como de seguro entenderán mis lectores, la molestia e impotencia de mis primos fue tal, que mi tío al notarles su actitud y comportamiento, se les acercó (ya en momentos en que esperaban mientras terminaban de colocar el nuevo vidrio a la ventana violentada) y les preguntó: ¿Por qué se molestan si lo único que se perdió mañana lo podemos comprar de nuevo?. «No se permitan a Ustedes mismos el perderse de disfrutar de sus vacaciones, de un día tan lindo como el que hay o el compartir en familia, ya que este tipo de instantes si que puede ser que no se den de nuevo, a diferencia de aquello otro que nos quitaron hoy, eso que puede ser sustituido en cualquier momento, y que sólo representa un simple valor monetario.

Yo también tengo mis propias anécdotas con «Don Raúl», tal vez no de la misma profundidad e importancia, pero que igualmente son recuerdos de las vivencias con él. Estoy rememorando justo ahora esos instantes en que estando de viaje aquí en Calabozo, una de las cosas que más me gustaba era ir a su casa. Hay que decir con mucha honestidad que mi tío era en extremo consentidor, incluso con sus sobrinos, algo que siempre hizo que los contactos con él estuviesen cargados de cosas y hechos agradables. Como no recordar esos festines de los mil y un sandwichs que mi tía Marina nos tenía cada vez que le visitábamos. Como no recordar que a pesar de que me engullía las 3 cuartas partes de todo ese arsenal, mi tío siempre me preguntaba muy dispuesto: ¿Quiere más?, ¡¡¡ahí hay más, coma!!!, no sin antes mandar a traer esa diversidad de jugos, refrescos, así como otras bebidas y helados, con los que uno sentía que él era feliz de agasajarnos.

Dado ese tipo de atenciones, la quintica de la Carrera 12 o 13 dependiendo de donde la mirases, era para mí como una especie de parque de diversiones al estilo Disneyland, en plena llanura venezolana. Era la casa de mi tío Raúl un oasis de frescura (no sólo por aquellos aires acondicionados que siempre funcionaban al máximo), lo era también por la cantidad de consolas de vídeo juegos y equipos electrónicos de cualquier índole con que contaban mis primos (todos mayores que yo a excepción de Sobeida) quienes hacían parecer a esa casa con un cyber café de juegos como los que están de moda hoy en día.

A pesar de la ansiedad y las ganas de permanecer muchas horas en esos predios, jugando y jugando, comiendo y comiendo, de Don Raúl lo que más recuerdo y me quedó, fue lo afable de su trato, sus buenos modales, su paciencia eterna, pero más aún, su extrema tolerancia para con un niño que andaba con un apetito ancestral y un hambre de conocimiento histórico, ese que nunca se cansaba de jugar y ver películas, el que cuando creció cambió de insistencias y luego (ya por deformación profesional anticipada), le preguntaba una y otra vez sobre su cultura, su país, quien cada vez que le veía le pedía que le enseñara una palabra nueva en árabe o le explicase las diversas imágenes de los distintos cuadros de su casa.

En fin, gracias Don Raúl, por siempre ser quien has sido, gracias por nunca dejar de tener tiempo y paciencia, ni para tu familia, ni para tus hijos o sobrinos, pero sobre todo gracias por ser tan diligente para con este todavía niño, el que cada vez que te veía te saludaba y a la vez te echaba broma con un «Salam Malecum», a lo que siempre respondiste con esa tu infinita sonrisa, paciencia y disposición, tu muy consabido y característico «Malecum Salaammm».

El Señor de las Letras.

 
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Publicado por en 10 septiembre, 2012 en Crónicas, Cuentos, Esdletras, Historia

 

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SALAM MALECUM DON DAHUD (Primera Parte – Palestina).

ImagenLlegó a Venezuela el 30 de marzo de 1954, era un muy soleado día, el cual se hacía más luminoso por la reflexión que los rayos del astro rey propiciaban en los innumerables techos de zinc de ese pesebre de casitas que divisaba en lontananza, allá lejos en el Puerto de La Guaira.

Debo decir que su primer contacto con la tierra que desde algunos años atrás ya le había abierto las puertas a su padre, Abdelaziz Silmi, fue muy distinta a lo que le habían comentado las autoridades jordanas (país que para esos años ocupaba a su natal Palestina), quienes eran las encargadas de expedirle el pasaporte que a la postre lo traería a esta «Tierra de Gracia», su destino final.

Pensó en ese momento el bueno de Dahud, que la pequeña venecia, aquella Venezuela rica y Saudita que decían emanaba petróleo por doquier, era solo un cuento de camino, ya que contrastaba mucho con la imagen de esas favelas derruidas y de aspecto lastimero de las montañas que tenía en frente.

No tenía ni idea Dahud Hussein Silmi Silmi, de que en este húmedo y caliente país (en ello muy parecido a su patria palestina), al que le tocó venir más por la insistencia de su padre que por sus ganas reales de emigrar, sería el lugar definitivo donde asentaría raíces, formaría una familia y dejaría un legado de probidad, humildad, tesón, trabajo, familiaridad y amor, características que lo han convertido en un ejemplo a seguir por todo aquel que ha tenido la suerte de tratarle y ser su amigo, en estos ya largos 59 años de residencia en suelo venezolano.

Luego de varios días en los que hizo una interminable escala entre Jerusalén (Palestina) – Beirut (Líbano) – Roma (Italia) –  el Puerto de Génova (también en Italia) y La Guaira (Venezuela), ahora se encontraba en otra extensa travesía no menos desconocida y arriesgada a la vez, un larguísimo viaje entre la zona litoral y los llanos centrales en Venezuela, en una época en la que a excepción de la autopista Caracas – La Guaira, así como de otras vías menores construidas en el período de gobierno de Marcos Pérez Jiménez, el trayecto por las carreteras venezolanas era más que una odisea.

Tener que dejar atrás su pueblo, mi tío es oriundo de la ciudad palestina de Beit Hanina (en árabe), Beithanina en inglés, de despegarse de parte de su familia, sus amigos, de sus «paisanos» como el mismo les llama, me imagino que ha debido ser una experiencia bastante fuerte, más aún cuando apenas hasta unos días antes de que su padre le enviase los documentos necesarios para tramitar su visa, le había confesado a su madre que no había razón alguna para emigrar, ya que según pensaba en esa época, «se podía tener un trabajo que le permitiese ganar lo suficiente para vivir y comer, para comprar los tomates, el aceite de oliva, el cordero y el pan».

Era feliz con poco en esa época mi tío, quien siempre tuvo sus esperanzas de que las cosas en su tierra natal mejoraran a pesar de todo lo que había vivido hasta ese momento. Suspira un poco y detiene sus pensamientos los cuales por un instante regresan a la mesa del comedor de su casa, sitio en donde lo entrevistaba para el momento. Hizo una pausa y me contó lo que vivió un día que no preciso del año 1946, cuando trabajaba como joven asistente de una linea de autobuses en una ruta extraurbana de la Ciudad Santa.

En ese justo momento su mirada se hizo más lacónica aún, pero a su vez mostraba algo que denotaba que en su interior estaba ocurriendo paralelamente algo que le hacía revivir la adrenalina que le generó en aquel año la visión del carro Chevrolet negro, ese que divisó en la colina situada encima de la puerta norte de la ciudad (una de las 4 que tiene Jerusalén), la que en ese incidente se situaba como barrera entre él, quien se encontraba acomodando las maletas de los pasajeros, y aquel tonel con pólvora y gasolina que de reojo vio como empujaba colina abajo uno de los hombres del carro misterioso, tonel que traía consigo el primer recuerdo de violencia de los que el joven Dahud tendría que presenciar en su amada Palestina.

!Dos muertos! dice en voz baja al referirse a la explosión, recordando que uno de ellos era la única señora que se encontraba sentada en la unidad al momento del desastre. El otro, me indicó cavilando, era un hombre que dirigiéndose al autobús, fue alcanzado por las múltiples esquirlas y pedazos de metal que producen este tipo de bombas. Agregó mi tío que no sufrió daños porque al ver el tonel rodando camino abajo, se protegió del otro lado del vehículo, justo por los lados de rin, acción que coadyuvado al hecho de que el explosivo detonase contra la pared de la ciudad, le salvaron del atentado y le permitieron estar hoy sentado respondiendo a las preguntas y relatando historias.

Otra pausa se hizo durante la entrevista, era la hora del café, pero sin cardamomo, que mi tío, ya con tantos años en Venezuela, en algunas cosas parece más criollo que árabe. Aquí debo detenerme para indicarles que el ya no toma la más afamada bebida aromatizante (tanto en Venezuela como en Palestina), pero «como buen musiú llanero» que se precie, pues te ofrece el respectivo guayoyito de media tarde, ese que disfrutan la mayoría de los lugareños.

La pequeña pausa se acabó y dio paso a otro recuerdo con respecto a la violencia generada por la ancestral disputa entre árabes y judíos. Me relató que fue testigo presencial (fortuito por supuesto) de un enfrentamiento en «ashekjerah» (así como lo pronunció en árabe), localidad situada en las inmediaciones de la Universidad Hebrea de Hadash, en el histórico Monte de los Olivos, lugar cerca del cual transitaba cuando una célula terrorista palestina (la que con el tiempo sería la cepa principal del grupo HAMAS), atacó un asentamiento hebreo de la región, el cual ocasionó una sangrienta matanza.

Siguió transcurriendo la tarde y con tantas anécdotas de su tierra natal, parecía que mi tío sólo tenía ganas en esta oportunidad de centrarse en sus recuerdos palestinos. Me contó que en otro momento, ahora en su natal Beit Hanina (Bethanina), se disponía a regresar a su casa luego de guardar el autobús en el estacionamiento de la empresa en la que trabajaba, cuando «una turba de paisanos» prácticamente lo arrastró y obligó a seguirles en dirección a un campamento judío cercano a la ciudad de hebrea de Al-Nabih Yacuv, en la cual ingresaron sin mediar palabras a los fines de atacar a sus habitantes, casas, comercios y cuanta edificación consiguieron a su paso.

Se acentuó el rostro cavilante de don Dahud al profundizar en esos recuerdos. Sigo imaginando que para un hombre tan pacífico y recto como él, el hecho de presenciar, escondido y sin armamentos ni otra protección que sus manos, desde los montes de una colina cercana, la matanza de mujeres, niños y ancianos, debió haber significado un hecho, una imagen aterrorizante. «Vi a un paisano morir en el acto cuando intentó correr en dirección a una casa y pisó una mina anti-personal» me dijo casi como si fuese algo dicho para sí mismo. «Igual le pasó a otro hombre que estaba muy cerca del otro, quien perdió sus piernas por otra mina».

Otro silencio embargó el comedor, de esos que te permiten escuchar hasta los sonidos de las manillas de tu reloj de pulsera, parecía que se hubiese detenido el tiempo y que el causante y responsable de ello fuese el sofocante calor y la humedad que se apoderan del llano entre las horas del mediodía y la tarde.

Pensé que dado el tenor de lo que estábamos conversando, ya no quería hablar sobre la violencia en su país cuando le dio un nuevo giro a la entrevista al lanzar esta frase que se dijo como reflexionando consigo mismo: «Yo recuerdo en mi niñez cuando todavía se podía atravesar por igual las zonas árabes y judías de la ciudad, la gente te saludaba y te trataba con respeto, se convivía en paz». Ya iba a guardar las notas que tomé en mi teléfono, pero me sobrevino la idea de hacerle una pregunta más orientada a mi profesión de diplomático que a las que estaban destinadas para una entrevista tipo semblanza personal: – Don Dahud, ¿En su criterio que hecho fue entonces el que comenzó la chispa de la violencia moderna entre esos dos pueblos? A ello mi tío respondió sin vacilación y con la franqueza de esta frase: !Todo eso fue culpa de Gran Bretaña!, se refería en su jerga, al inglés ese, ¿Cómo es que se llama? Ah si, el tal Belfour. Dicen los palestinos y los expertos de todo el mundo árabe en general, que solo a un inglés y su visión mercantilista de la vida, se le pudo haber ocurrido la macabra idea de dividir en dos países una región que milenariamente los albergó a ambos en un territorio que por muchos años no necesito de fronteras. Todo ello por su interés de cumplir con las deudas adquiridas por el mundo occidental para con los grandes banqueros internacionales judíos, que para nadie es un secreto les habían financiado los gastos de las dos guerras mundiales, y quienes vieron la oportunidad, en 1948, de cobrarle a sus aliados aquello que le fue encomendado y pagado a su empleado británico (Belfour), en 1917, autor de ese absurdo de la historia de la geografía mundial a la que se dio en llamar «La Línea Belfour».

En ese instante vi el reloj y me percaté de que el tiempo había pasado rápidamente, ya el resto de mi familia estaba de regreso en la casa de «La Catorce» y era hora de regresar con ellos. Faltaba mucho que preguntar sobre su vida posterior a su emigración, sobre Venezuela, de Calabozo, de su matrimonio con mi tía Rosa Marina Pérez Mota (posteriormente de Silmi), su adaptación al llano, a sus costumbres, a su religión, a la interrelación de esa religión con la suya propia (el islam), pero esa parte de su vida, corresponde a otra historia.

 
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Publicado por en 4 septiembre, 2012 en Historia, Poesía